marcos-2/marx
terminó los crucigramas de la contratapa del diario después del tercer café. la última palabra había sido laúd y se había formado por la resolución de araucano y paramaribo. todavía no había leído las noticias de tapa. luego llamó a su madre para constatar que acababa de cumplir un día más de vida en su agonía épica desde la muerte de su padre. hizo un intento de lavado de platos compilados desde hacía días, pero desistió al darse cuenta de que ya no quedaba más detergente, ni siquiera cuando abrió la canilla y humedeció la esponja.
anotó en la listita imantada en su heladera: detergente. dudó en la g.
fue al balcón a alimentar a marx con restos de fideos y churrasco de la noche anterior y en segundos ya había tres gatos más comiendo a su lado en el árbol que da al departamento. parado con sus manos apoyadas en la baranda, observándolos alimentarse todavía con elegancia, sus hombros lo anoticiaron del escalofriante clima enrarecido del otoño y esa sensación repetida de lluvia inminente. le hizo unas rascaditas a marx en la quijada a modo de despedida hasta la tardenoche, entró, cerró el ventanal y terminó de vestirse.
terminó los crucigramas de la contratapa del diario después del tercer café. la última palabra había sido laúd y se había formado por la resolución de araucano y paramaribo. todavía no había leído las noticias de tapa. luego llamó a su madre para constatar que acababa de cumplir un día más de vida en su agonía épica desde la muerte de su padre. hizo un intento de lavado de platos compilados desde hacía días, pero desistió al darse cuenta de que ya no quedaba más detergente, ni siquiera cuando abrió la canilla y humedeció la esponja.
anotó en la listita imantada en su heladera: detergente. dudó en la g.
fue al balcón a alimentar a marx con restos de fideos y churrasco de la noche anterior y en segundos ya había tres gatos más comiendo a su lado en el árbol que da al departamento. parado con sus manos apoyadas en la baranda, observándolos alimentarse todavía con elegancia, sus hombros lo anoticiaron del escalofriante clima enrarecido del otoño y esa sensación repetida de lluvia inminente. le hizo unas rascaditas a marx en la quijada a modo de despedida hasta la tardenoche, entró, cerró el ventanal y terminó de vestirse.
en descenso, con los ojos puestos el conteo del número rojo del ascensor, se dio cuenta de que había olvidado el paraguas; uno ridículo que no recordaba haber comprado jamás pero que había tenido desde siempre. se dejó llegar a planta baja, presionó el 3 en el tablero numérico y cuatro minutos después estaba diciéndole su buen día protocolar a trini, la portera que cada mañana tenía el mismo comentario apocalíptico para todos los inquilinos: buen día si dios quiere.
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