el tiqui y el rock
el tiqui es el rock, dice uno en el anfiteatro de martín coronado. está excediéndose, claro. nadie es el rock y mucho menos el tiqui. es suficiente con ver su aspecto de dos cromosomas menos alinyerado para darse cuenta de que el tiqui no es el rock, pero la gente dice eso porque el tiqui fue amuleto de los piojos.
algunos músicos y fans le imitan los tics en la intimidad pero nunca se animarían a hacerlo en su cara. mano a mano, el tiqui mete miedo con su camperón viejo, su estampa de escalador del everest, su dentadura de teclado estropeado y su monstruosa voz ronca.
nadie conoce el nombre del tiqui y muy pocos se animan a dialogar con él. apenas si algunos cantantes de las bandas que tocan en el anfiteatro lo dejan subir al escenario con algo de recelo para que diga lo suyo y, de todos los que lo escuchan, nadie lo entiende. mientras ejecuta hiperquinético sus tics más cómicos, agradece quién sabe qué cosa y repite incansable: rock, paz y amor.
yo, que voy al anfiteatro seguido y veo al tiqui con la misma frecuencia, pensaba en lo que dice: rock, paz y amor. el rock está. la paz también porque el tiqui no molesta a nadie. no pide más que subir al escenario a decir lo suyo y después anda solo por palomar, ciudad jardín, hurlingham, coronado y caseros con su rareza y su locura. pero el tema del amor me quedaba colgado. nunca había visto al tiqui cerca del amor. sólo su fanatismo por el rock.
nunca lo había visto hasta ayer a la mañana, cuando iba para la estación el palomar del ferrocarril san martín. a las siete de la mañana de un martes, el tiqui estaba hablándole a una chica que esperaba un colectivo sobre marconi. la chica lo miraba atenta, no le tenía miedo ni nada. incluso tenía cierta cadencia alegre en su rostro blanquecino y friolento. yo seguí de largo y reconozco haberme reído de la situación.
veinte minutos después, llegó el tren, subí y, cuando me senté, en el asiento de enfrente estaba el tiqui como si viniera desde la estación anterior. miraba por la ventana un poquito abierta y su cabellera grácil apenas si se movía con el viento. yo estaba... estupefacto, que es una palabra que siempre me causó una impresión extraña al escribirla. me pasé todo el viaje en el absurdo de evitar mirarlo como si fuera a reconocerme o algo así hasta que me bajé en palermo sin poder parar de pensar en todo lo que había vivido o imaginado.
ahora, en casa, a punto de irme otra vez al anfiteatro de coronado donde seguro voy a cruzarme con el tiqui, de lo único que estoy seguro es que sólo estos episodios van a bastarme para incrementar, aún más, el misterio del tiqui. ese vicio de darle manija a la confusión de relatos inconexos que lo volvieron ya un protagonista estelar de la extraña mitología de la zona oeste del gran buenos aires.
el tiqui es el rock, dice uno en el anfiteatro de martín coronado. está excediéndose, claro. nadie es el rock y mucho menos el tiqui. es suficiente con ver su aspecto de dos cromosomas menos alinyerado para darse cuenta de que el tiqui no es el rock, pero la gente dice eso porque el tiqui fue amuleto de los piojos.
algunos músicos y fans le imitan los tics en la intimidad pero nunca se animarían a hacerlo en su cara. mano a mano, el tiqui mete miedo con su camperón viejo, su estampa de escalador del everest, su dentadura de teclado estropeado y su monstruosa voz ronca.
nadie conoce el nombre del tiqui y muy pocos se animan a dialogar con él. apenas si algunos cantantes de las bandas que tocan en el anfiteatro lo dejan subir al escenario con algo de recelo para que diga lo suyo y, de todos los que lo escuchan, nadie lo entiende. mientras ejecuta hiperquinético sus tics más cómicos, agradece quién sabe qué cosa y repite incansable: rock, paz y amor.
yo, que voy al anfiteatro seguido y veo al tiqui con la misma frecuencia, pensaba en lo que dice: rock, paz y amor. el rock está. la paz también porque el tiqui no molesta a nadie. no pide más que subir al escenario a decir lo suyo y después anda solo por palomar, ciudad jardín, hurlingham, coronado y caseros con su rareza y su locura. pero el tema del amor me quedaba colgado. nunca había visto al tiqui cerca del amor. sólo su fanatismo por el rock.
nunca lo había visto hasta ayer a la mañana, cuando iba para la estación el palomar del ferrocarril san martín. a las siete de la mañana de un martes, el tiqui estaba hablándole a una chica que esperaba un colectivo sobre marconi. la chica lo miraba atenta, no le tenía miedo ni nada. incluso tenía cierta cadencia alegre en su rostro blanquecino y friolento. yo seguí de largo y reconozco haberme reído de la situación.
veinte minutos después, llegó el tren, subí y, cuando me senté, en el asiento de enfrente estaba el tiqui como si viniera desde la estación anterior. miraba por la ventana un poquito abierta y su cabellera grácil apenas si se movía con el viento. yo estaba... estupefacto, que es una palabra que siempre me causó una impresión extraña al escribirla. me pasé todo el viaje en el absurdo de evitar mirarlo como si fuera a reconocerme o algo así hasta que me bajé en palermo sin poder parar de pensar en todo lo que había vivido o imaginado.
ahora, en casa, a punto de irme otra vez al anfiteatro de coronado donde seguro voy a cruzarme con el tiqui, de lo único que estoy seguro es que sólo estos episodios van a bastarme para incrementar, aún más, el misterio del tiqui. ese vicio de darle manija a la confusión de relatos inconexos que lo volvieron ya un protagonista estelar de la extraña mitología de la zona oeste del gran buenos aires.
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hoy, capítulo cuarenta y ocho de chico de country. ...
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Etiquetas: seudo crónicas