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Thelma y Luis o Justo ellos

Se zambulló en sus pechos para bucearlos. Como cuando se sumerge boca arriba en una pileta y por el vidrio de agua observa el cielo, no quería escuchar ninguna voz que lo hiciera volver atrás, ni a sí mismo quería oirse. Solo estar así, siendo.

En unos veintitrés besos, seis mordidas, diez u once frases susurradas y dos insultos bienaventurados, Thelma se draculizó en el cuello de Luis y él le recordó tartamudeando que no quería que le dejara marcas, por más que sentía que al otro día se hubiera hecho un tiempito para enorgullecerse de ellas sonriendo.

...

Si uno metía la mano en la bolsa negra del olvido, y revolvía, podía encontrar aquella satírica imagen de Luis en su que sí, que sí y Thelma en su que sí, que no, pero sí. Porque realmente aquella semblanza de dos personitas tentadas estaba muy a mano, tanto que cualquiera podría quitarla del lugar al que van a parar las cosas sólo por su vaso medio vacío. Es decir, las cosas a las que todavía no se dejan ver completamente.

Sin embargo, ahora estaban afectados por el único flagelo que no discrimina; el que puede victimizar a todo el que le plazca. El silencio justo en ellos, la abundancia de muecas y los abrazos que encerraban vapor de elixir entre ambos pechos habían sido los síntomas para detectar el tan temido miedo.

Su único logro había sido, tras un intento fallido sin descripción, encontrarse sin querer en un lugar remoto en una situación que no era la mejor. Apenas unos segundos, como tímidos, justo ellos, y entonces un duelo ínfimo de espadachines clásicos, lujos que se dan ambos en eso del retruque. Disfrutaron a su manera, y él sintió que ambos volvían a ser, pero no.

El ya lo había pensado una vez: No hay nada más contagioso que el miedo. Pero después, mejor dicho, hace unos días, se permitió agregar más a su reflexión. No hay nada más contagioso que el miedo, y mucho menos cuando el punto de contagio es el boca a boca.

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