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Humildes II

Con respecto al dialecto de los humildes, me encontré con toda una serie de paradojas. Y el primer caso sería que jamás de los jamases alguien etiquetado como humilde diría "Yo soy humilde", ya que eso depararía que, en realidad, juega para el equipo contrario; tal como les sucede también a los que se defienden con un "Yo no soy soberbio". Marche preso, diría mi abuela.

Por eso, entre risas y ejemplos asquerosos, concluí que los humildes no pueden casi hablar de sí mismos. Cada vez que uno le preguntara "¿Cómo estás vos que sos siempre tan humilde...?" (porque nunca falta el agregado obsercuente, claro), el tipo no sabría qué responder o, mejor dicho, sí sabría, pero estaría en la línea que divide la humildad de la arrogancia si realmente se sintiera bien, dichoso, feliz. ¿Mentiroso o arrogante?, se preguntan. Ah, eligen lo primero, obvio.

Así es como caí en que para descubrir a alguien verdaderamente humilde (ojo, humilde con todas las letras porque nunca falta el simulador), uno debería fijarse en las personas que abusan del silencio y que cuando son hostigados con preguntas tales como la anterior responden continuamente que se encuentran miserablemente mal.

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