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Ni más ni menos que Tito

-(...) Además, aclaro que me gustan mucho las mujeres, pero lamentablemente ellas no pueden decir lo mismo de mí.

Esta era una de las partes de la carta de presentación preferida de Tito con la platea femenina delante. Alegaba que su aspecto era obvio: pelado, barrigón, con bigotes; e incluso él sabía que los bigotes le jugaban en contra, pero no se los afeitaba. Entonces, definía algún otro rincón suyo, específicamente, el mujeriego con ese sentido del humor que delataba su fanatismo por las reiterativas películas de Woody Allen.

Se caía también de maduro: él era un perdedor clásico con las mujeres, pero contaba con la ventaja de haber trabajado durante toda su vida como vendedor ambulante de relojes; uno de esos tipos que montan una relojería delante tuyo con el sólo hecho de abrir su maletín. Siempre vestido con ropa barata pero impecable. Y eso, la capacidad de orador que tenía Tito, era lo que todos sus amigos le envidiaban; es más, hasta los más pintones. "Dale, Tito, que vos con esa labia...", y él hacía su mirada clásica, casi clown: ceja izquierda parada, comisura derecha estirada. Incluso esa respuesta la había escuchado en mujeres a las que, tácticamente, develaba su arte de la no conquista. Odiaba ese momento. "Ay, Tito, si vos hablás de una manera...", decían. "Sí, pero de acariciarme el lomo, ni hablar", pensaba él.

Un día, cuando perseguir una mujer con frases ingeniosas se le volvió más tedioso que su propio empleo, Tito parecía otro en la reunión de los martes con sus camaradas de la vida. Hablaba, pero no tenía la misma chispa de siempre. Sin embargo, casi ninguno se daba cuenta porque, claro, estaban demasiado ocupados esperando el momento en que el orador de turno hacía el silencio más bien largo para comenzar a contar su problema o su historia. Entonces, harto de sí mismo, sin dar importancia a que sus amigos no le preguntaran nada, Tito dejó cinco pesos bajo el cenicero y se levantó para irse. "Pará, Tito. ¿Qué te pasa? Somos tus amigos, viejo...", pero ni siquiera se dio vuelta. Llegando a la esquina, buscando el encendedor en sus bolsillos, se dijo a sí mismo: "Si supieran la cantidad de minas que me prometieron amistad eterna", y se fue dudando. Ni se imaginaba que días después se preguntaría, "¿Qué carajo es la amistad?".

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