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Mal de muchos...

Estaban bien, sí. Convencidísimo estaba. Entonces le preguntó su amigo -cuatro años de casado, dos hijos, infiel con la secretaria- cómo hacía para soportar la histeria de ella, el ego, los reclamos, todo eso que el tiempo reparte democráticamente a la mayoría. David dio una pitada al cigarrillo, como lo hacían en las películas norteamericanas que le gustaban desde chiquito, pareció buscar lo que ya tenía en la punta de la lengua porque lo había pensado hacía unos días, y dictó: "Es que uno se acostumbra a eso del amor, y... -el humo formaba una nube genial delante de su rostro- lo demás poco importa mientras el corazón lata".
David sintió que había soltado la mejor frase de su vida; como una de esas lecciones que salen al éter para ser efímeramente admiradas y eternamente obedecidas por nadie. Así, Miguel, resentido y convencido de que jamás llegaría siquiera a tal éxtasis oral, le encontró la vuelta y decidió herirlo para ponerlo a su altura. "Mierda... -dijo mientras jugaba con el sobre de azúcar ya vacío- pensar que hace poquito que estás... y ya te llegó... ", "¿Qué cosa, Miguel?", "La costumbre, David", dijo como si le pisara el cordón del zapato cuando él comenzaba a correr. Dio un fondo blanco al agua que completaba el tercer cortado ya hecho historia y con señas le pidió al mozo la cuenta.

NdeR: Para vos que lo escribiste sin saber.

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